FÚTBOL, OPIO Y UN CHUPETE

Por Sergio Pérez Conde 


‘El fútbol es el opio del pueblo’. Me cansé de leer la pintada en un muro mugriento mientras caminaba al instituto. Pero creo que ahora no encuentro mejor metáfora para definir este deporte. El fútbol es un analgésico que erradica dolores, engrandece el corazón y enciende pasiones.

El fútbol es el mejor ejemplo de catarsis. De cura. El paleta grita junto al director. El mecánico, con el presidente de cualquier compañía. Y así una ristra de corazones, de morales, que se mueven al son de un trozo de cuero que besa –o no- el pasto.

Getafe-Zaragoza. Exacto, sin glamour alguno. Un acto casi prohibido (y prohibitivo). Pablo, con la elástica de Rayados. Servidor, con la polera de Chile (en plena conmoción por el terremoto en su país y recordando a mi hermano Felipe). Simplemente, un objetivo: ver al Chupete Suazo. ¿Por qué? Eso me pregunto yo.

Ya en la grada, Pablo lanzó un grito al Chupete. Se giró. Saludó. Nos crecimos, pero no volvió a responder. Tampoco nos importó. Acto seguido, un rosario de chilenos efectuó la misma estrategia, cual pavo real que quiere conquistar a su víctima.

Nos unimos. No nos preguntamos los nombres. Ni nos dimos el Facebook. Estábamos allí y en aquel mismo momento para ver al Chupete. El resto, era secundario. En el infinito estaba ya la clase social, los problemas, las virtudes, los creencias… Todo.

En cierto modo, el fútbol es respetado porque está marcado por la heroicidad. La gloria esperaba al Chupete, que tardó segundos en marcar. Lo dedicó a Chile. O eso intuimos, porque lo vimos desde el horizonte, de fondo a fondo. Pero fue como si ese gol lo hubiésemos marcado nosotros mismos. Éxtasis. Abrazos. Jolgorio. Risas. Pero como los héroes tienen que durar hasta el epílogo de la historia, poco después repitió Suazo. Más de lo mismo.

Y así, con lluvia, con la gélida compañía del frío y un vendaval, fueron pasando los minutos. Porque al fin y al cabo, los efectos del opio duran eso, desde el pitido inicial hasta el final. Nadie lo decía. Era tabú. Pero todos, nosotros, nuestros compinches y los blanquillos que se habían dejado caer, deseábamos el gol del héroe en nuestro fondo, para sentirnos un poquito más protagonistas.

No llegó. Se superó. Por aquel tramo, ya sólo importaba una cosa: un gesto, una mueca. Un algo de ese héroe. Pero justo ahí, cuando la colina marcaba su descenso, el Chupete debió leer las contraindicaciones del opio. La más clara: si eres protagonista, te puedes endiosar. No te hace falta mucha cantidad. La justa.

El Chupete se lesionó. Quedaban dos minutos para el final, para encumbrarse, para dejarse querer por sus compatriotas. Pero ahí, cual mediocre, se quitó el traje de héroe. Fue incapaz de aguantar los 120 segundos que faltaban para llegar a la gloria: acercarse a su pléyade de seguidores.

Se marchó por la puerta de atrás, se fue difuminando poco a poco por el túnel de vestuarios. Se esfumó. Acabó el partido y fue el secreto mejor guardado. Nadie le criticó. Posiblemente porque aún estábamos bajo los efectos del opio.